El progreso tiene muchas caras. El mundo contemporáneo vive, gracias a la ciencia y la tecnología, un oasis de placeres que nada tienen que ver con el agua del mar o un bosque de eucalipto: son los espacios que simulan las bondades de la naturaleza. Pero ese ‘mundo contemporáneo’ tiene en los países ricos sus más grandes habitáculos, es en ellos donde más agua dulce se desperdicia, por ejemplo; y en los que la energía eléctrica parece reemplazar al sol.
Hoy, casi todos esos países, y un puñado de los otros –los pobres- se unen a la “Hora de la Tierra”: apagar la luz durante una hora como demostración de que el progreso –la luz artificial, sobre todo- tiene límites cuando se polariza su beneficio en detrimento de la salud global.
Desde que el hombre creó los instrumentos con los que transformaría su entorno miles de años han pasado. Y su primitiva ilusión cambió para siempre la faz de la tierra.
Y lo peor, el desarrollo acopló conceptos y comportamientos que ven a la naturaleza como un espacio exterior al que hay que cuidar… de lejos. La ciudad o las ciudades, aparentemente, mataron una parte de la naturaleza, y su composición básica: árboles, ríos, pájaros, tierra fértil… parecen más una postal.
El desarrollo, bajo las leyes del capitalismo, dio paso a la invasión de la tierra a través de máquinas, rascacielos, terraplenes, puentes. La energía humana y la nueva producida por la fuerza de aguas represadas y conducidas, lo cambió todo. Ya nada funciona sin la chispa eléctrica y todo nos parece extraño sin un foco.
Apaguemos, hoy, la luz –durante una hora- en nuestras casas.
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